Hoy es 14 de junio de 1768 y Ugarte está viviendo en La Habana. Allí es maestro de capilla en la catedral y tiene un buen pasar. Lejos están las penurias del día a día, la angustia por sacar a su familia adelante en la vieja patria, una tierra en la que hay poco para muchos, donde debía disimular el hambre y la escasez de su vida. Pero lejos está también la familia, su Tarragona natal, y todo lo que de ella añora.
Ya casi no sabe cuánto tiempo lleva en Indias, casi no recuerda a su mujer, de la que separó pocos años depués de casarse tal día como hoy del año 1738. Esa gaditana que se cruzó en su vida y le dio una mirada más allá del océano. “A Indias, Joaquín, allí serás lo que mereces, y yo iré contigo pronto”. Pero han pasado los años, demasiados. Los hijos, la enfermedad, la vida… siempre hay algo que se cruza.
Hace calor en la calle aunque dentro del templo se respira; en unos momentos caerá la luz y sabe que vivirá de nuevo la melancolía de la distancia. Junio, otro mes, otro verano por delante. Ha pasado medio año desde que recibió la última carta de Juana diciendo que no puede viajar. Ha vuelto la enfermedad y el dolor; otra vez será, quizás más adelante.
Un sentimiento de nostalgia agobia por momentos y sus manos buscan el violín amigo, que ha soportado tantas quejas y amarguras. “No te lamentes -se dice- estás donde querías. Juana te pidió que volvieras hace unos años, pero tú le dijiste que esta tierra era mejor y le escribiste tajante: en España no he de encontrar la conveniencia de aquí y en la estimación que estoy. Qué ufano lo firmaste, pensando que tu orgullo bastaría para acallar tu soledad”.
Y la verdad es que se vive bien en esta hermosa ciudad, de calles y plazas acogedoras, en la que Joaquín es conocido y respetado. Los actos y compromisos casi no le dejan tiempo para pensar y se vuelca en la música, que todo lo absorbe. Pero también la música se gasta y se aburre. Hay días en que su alma no baila y no encuentra el ánimo para aguantar el día. Otra vez la misma composición, las mismas notas, la misma letra, el mismo ritmo; una cadencia que guía su vida hacia la soledad de la tarde.
Como en otras ocasiones, recurre al papel y escribe a su Juana. No le dirá de su vacío ni de sus deseos, no le pedirá una vez más que abandone todo y se embarque a Cuba, no le suplicará que se sobreponga a su salud o al miedo. Pero necesita hablarle, sentir la parte de su vida que está en Cádiz, tan cerca y tan lejos. Cada dos meses llega un barco cargado de ilusos simples o arrogantes. “¿Por qué no viene ella?” Pero no, reproches no. Coge la pluma y apura los últimos rayos de sol para hablarle, fingiendo una entereza que ni siquiera la costumbre le da: “Querida Juana mía: por Tirado he sabido de tu salud, y me dice que estás buena, gracias a Dios, pero no me ha dado carta tuya…” No ha podido evitarlo, la ausencia se queja y necesita que sepa que no la olvida. Se para unos minutos, no puede seguir.
En realidad, no sabe qué contarle porque le ha escrito hace poco en el último navío, dos veces, dándole noticias de su nuevo puesto. ¿Habrá recibido ya sus cartas? Es tan incierta la mar… Por si acaso, le recuerda orgulloso las novedades de su situación, aquello por lo que ha luchado tanto y finalmente ha conseguido: “Por el Aquiles te escribí dos; la una, por Don Patricio y la otra, ya se hacían a la vela cuando te mandé otra por un mozo de Casa Ustáriz en que te participaba cómo el señor Obispo se había dignado el darme el magisterio de capilla de esta ciudad. Su renta son mil doscientos pesos al año, y hay años que pasa bien… El gasto que he tenido ha sido grandísimo en poner casa decente, como la tengo, y requiere para dicho empleo.”
Hace diez meses llegaron sus hijos, muchachos ya en edad de trabajar y hacerse una vida. “Id con vuestro padre –les había dicho Juana- que no quiero veros malvivir aquí”. Miguel y Juan trajeron un poco de ella, pero a ratos son solo un recuerdo de lo que se ha robado la distancia. Miguel se parece a él, entiende la música y su entrega. Sus manos inquietas solo encuentran seguridad con la vihuela en la mano, y le arranca el sonido alegre de su juventud. Juan es hombre de calle y de negocios -como la familia de su madre, los Landero de Ceuta- que vive en la plaza casi todo el día. No está solo ya, pero no le basta. “Tengo los muchachos en casa, tengo un mulata para que me cuide y cuide de ellos, tengo mi negrito para que me sirva, mi calesa y mula, pero no me cuidan como si tú estuvieses”…
“Me estoy volviendo viejo”, se dice cada vez que ese nudo le agarra la garganta y amenaza con sumirlo en la oscuridad. Mira a su alrededor buscando una palabra nueva, una nota que mueva el corazón de Juana y le diga la verdad: que la quiere a su lado. De nuevo le da ánimos la esperanza de convencerla acunándola con su deseo: “De mi parecer es que, si tú te encuentras en ánimo de venir, vengas, que no es malo el país… aquí lo pasarás muy bien y puede ser que aquí te pongas buena“. Encuentra ánimo en su propia escritura, la pluma le dice lo que ha de hacer, le traza un nuevo plan para que Juana venga: “Don Benito Duro, sangrador que fue de Ribas y ahora es comerciante, sale de este puerto, por el mes de julio, para Cádiz, y en breve se ...
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